Padre, hijo y espíritu.
Este año se celebra el ducentésimo aniversario del nacimiento de Frederic Chopin, eximio pianista y extraordinario poeta en lengua musical. Chopin nació en una modesta aldea polaca (Zelazowa Wola) el 1 de marzo del año 1810.
Es de creer que su extensa obra, conducida a nuestros oídos al impulso digital de sus manos, reunía fe, esperanza y absoluta caridad sin ninguna compensación personal obtenida de los frutos que durante dos cientos años venimos recogiendo los santos de la humanidad. Sus mazurcas, diferente de la mazurca para dos muertos de Cela, han sido compuestas para la vida eterna y sonarán durante todo el tiempo que la emoción haga vibrar sus cuerdas dentro del pecho, haciendo que sean sentidas con la devoción que despierta un verdadero héroe. El escherzo, como infantil juego de gracioso recuerdo, salpica, desde los trazos marcados en el suelo, a la memoria que recuerda momentos felices y apaga los momentos obscuros de tiempos difíciles. Son minuetos, acelerados al impulso ternario del viejo soneto, en forma de ciclo binario que se repite como expresión de un trío ligero al toque de un singular y piano instrumento, por comprensión pasiva de la fe.
El premio ofertado a Chopin superó, con un plus de 6 años, el premio ofertado por la vida a Cristo. A mí me ofreció mucho más y valgo infinitamente menos. Albor cuenta 60 años por encima de la edad corporal de Cristo, y es esperanza de todos los gallegos que, por amor y no por vulgar caridad, supere un siglo de existencia, y que yo, como buen soldado de fe jacobina, pueda acogerlo en el reino de los cielos, acompañado del magistral Dante Alighiere y su amada Beatriz.
El simbolismo del trío santo en uno, compuesto de dos manos y el espíritu único de un Chopin, me conduce a la alegoría del paredón formado por altos edificios de un barrio urbano y mi particular caverna, donde la luz de un poderoso fajo proveniente del exterior hizo crecer plumas en mis brazos, y yo, imaginando que eran alas, me puse a volar como un alado pájaro, creyendo que la fe y su otro lado monetario, la esperanza, harían de la bondad de mis deseos obtener la caridad del soberbio, arrogante y poderoso sol, muy capaz de dejarme en la ilusión de mis ojos nocturnos cuando la sensibilidad de los sentidos diurnos me hacían pensar que la calidad del barro recogido a su semejanza era una impronta fantasía afinada con diapasón de oro.
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