jueves, 27 de enero de 2011

AGRIDULCE


En un pasado no muy lejano a alguien se le ocurrió que podría aprovecharse de las economías de sus paisanos y, concentrado en la determinación de su voluntad,  se puso a arquitectar medios ingeniosos de conseguirlo.

Cuando surgieron las cajas ya vivían los bancos, nacidos del parto del oro ingresado desde América. Por definición, los bancos son asociaciones dedicadas al comercio del dinero. Venden y compran moneda en un ambiente en que el mismo dinero es objeto de su propia causa y también su correspondiente consecuencia. Tú tienes dinero, yo te lo compro y tú te quedas sin él. Tú me lo pides emprestado, yo te lo empresto y ambos quedamos con un enorme dolor de cabeza. Y así sucesivamente, hasta que en el hórreo deje de existir grano suficiente para alimentar toda esa legión de camundongos engordados a su sombra.

Desde el punto de vista de la teoría empresarial, los bancos son empresas que ingieren recursos a través de un sistema de captación y proceden, después de una conveniente digestión, a su reciclaje orgánico. Es un proceso que requiere naturalmente algunas herramientas de trabajo y algunas normas de utilización. 

Contra lo que podríamos pensar, no fueron los celtas hombres amantes de la bancarización. Su negocio era guerrear contra los romanos al estilo más puro y transparente de la moral humana, exactamente vistiendo el ropaje del instante que venimos a este mundo. En tiempos antiguos, los fieles confiaban a los sacerdotes de Babilonia la guarda de algunas monedas que conseguían ahorrar. Fueron los fenicios, en su concepción de comercio internacional, los primeros a realizar operaciones bancarias. Los romanos, pillos como ellos mismos, aprovechando el fructuoso comercio de esclavos, desde el banquillo en que descansaban cómodamente, aprovechando la experiencia del tráfico,  ponían  a disposición de otros negociantes del género humano moneda suficiente para que se prosiguiese en el negocio de transacciones monetarias. Cuando el negocio no daba el resultado esperado, por defecto de quien quiera que fuere, un tumulto agitado prosperaba el resultado  del colapso del banquillo, con muchas cabezas rotas en su irremediable quiebra. De ahí viene la expresión bancarrota.

Las cajas son originarias del socorro que los montes pios y de piedad ofrecían a viudas o huérfanos, por empeño de joyas y otros bienes materiales, con el objetivo de que estos atendieran sus necesidades más urgentes de viudez o huerfanidad. Los intereses sobre el dinero eran módicos. El interés mayor radicaba en la esperanza de que el bien empeñado jamás pudiese ser rescatado. En las cajas, el principal estímulo era provocar un sentimiento de necesidad de ahorro, principalmente entre los niños, para que las clases menos pudientes tuvieran condiciones de enfrentar en el futuro circunstancias adversas.

Es ilusorio pensar que el futuro de una persona pueda ser resguardado con el queso que pone a los cuidados del ratón. O que la cabra requiera derechos del lobo que la vigila.

¿Y entonces? Que más da el uso de cualquier vocablo para designar una intención que se quiere ocultar. Luego, como quedó demostrado, a las cajas podrán llamarlas como quieran. Por el nombre que reciban poco cambiarán, pues los sabios ya nos han contado que lo acedo será siempre acedo aunque lo llamen dulce.

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