¿Como qué para nada? Piensan ustedes con el sentimiento de los sentidos que no alcanzan la razón. Piensan apenas con lo que derivaría del hecho de que, siendo niños, en un juego de tarjetas, la tarjeta no tendría cualquier valor, excepto el valor marginal que debemos atribuir a un juego lúdico capaz de entretenernos por algunos instantes.
Fatal entendimiento, pues si a una familia se le ocurre viajar a España con una tarjeta avalada por frijoles, teniendo la infelicidad de tener que darle uso, caerá en la gran probabilidad de una eminente desgracia, semejante a aquella que un conductor tiene cuando bajando una escarpada cuesta, pisa el freno y descubre que, aun estando a la distancia del pie y pisándolo con toda su fuerza, el freno no responde y el vehículo sigue tan campante como si nada fuera ocurrir.
Las tarjetas cuestan dinero y, probablemente, (es mi opinión sin fundamento comprobatorio) a la autonómica administración acaba costando mucho más de lo que vale. Y no será porque el gestor público nada entiende de la relación costo/beneficio, pues, si no la entiende, porque no forma parte de su saber, un intermediario entendedor acabará explicándosela.
Vamos, que el negocio de la tarjeta no puede ser un simple golpe de marketing. De la misma forma, no es un golpe de marketing el porrazo que quieren dar en la cabeza de los gallegos residentes-ausentes, exigiéndoles, después de impedir que voten en el listón que imponen en su municipio de origen, que voten en las estaduales y europeas, bien exprimidos y concentrados en una urna de cristal, distante veinte mil leguas de viaje submarino.
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